Un pequeño adiós

Escrito por: Vicente González, Equipo Cineclub Sala Sazié

En los momentos de mayor desolación personal emerge indefectiblemente la personificación de tal sentimiento, puesto que, aunque nos cueste, intentamos entender el dolor y las causas de la amargura adjudicándole un rostro, un nombre o una esencia, algo que podamos odiar por un pequeño instante de tiempo y que paradójicamente, en ocasiones, fue nuestro único sustento y conexión emocional. Algo parecido sucede cuando todo aquello recae en nosotros, cuando hablamos del yo, del mismo. Intentar mirar nuevamente algo que ya no somos y que jamás seremos, en busca de un mayor entendimiento del presente, aunque necesario en un comienzo, no es más que una decisión destructiva y vil. Si tuviéramos que mirar al pasado y compararnos con aquello que fuimos, probablemente no reconoceríamos ni las formas ni las decisiones en las que caía esa otra persona, y probablemente las consecuencias de aquello aún nos pesen. Lastimosamente y aunque nos desvanezcamos por hacerlo mientras perdemos el sueño, ya no hay nada que hacer, las lagrimas no volverán. Si tuviéramos que decir que en la actualidad nos entendemos, probablemente diríamos que al menos lo intentamos, y parte de ese entendimiento recae en la confrontación de los cambios y sus consecuencias, sin desestimar lo que fuimos. Efectivamente no queda nada más por hacer, ya que sólo existe un animal que vuela hacia atrás y, aunque nos hubiera gustado, no somos nosotros.

Tôkyô nagaremono (Tokyo Drifter – El Vagabundo de Tokio), de 1966, dirigida por Seijun Suzuki, narra el trágico andar de Tetsu, un hombre alejado ya del mundo delictual quien intenta seguir el camino de su antiguo jefe -ahora su amigo y con quien tiene una cercana relación casi de padre e hijo- ambos en busca de la redención y aspirando a tener una vida reformada. Al ser aún hombres importantes y poseer enemigos, los cuales los mantienen dentro de sus objetivos, el círculo de Tetsu será materia de agresión, violencia y persecución, llevando al protagonista a embarcarse en un viaje de incontable matanza, cargado de honor, polvorientas lealtades y traiciones dolorosas, manchando así un camino sin retorno en donde el ajeno caminará cabizbajo.

Para la mayoría de los públicos puede resultar impresionante la cantidad de lenguajes que emplea la película, así como la facilidad con la que salta de uno en otro, partiendo por la primera secuencia en blanco y negro con un contraste agresivo, pasando por el color selectivo, para ya finalizar en el color, con escenarios simples pero completamente estilizados en su fotografía, en donde el trabajo con la profundidad de campo jugará un papel preponderante, todo aquello y más en vías de seducir a través de la forma y el gusto, relegando el fondo a la necesidad. Con lo anterior y contraria a su presentación, la película va diluyendo la intensidad del drama serio y aparentemente violento, convirtiéndolo cada vez más en un idioma jocoso y cómico, poniendo el ridículo por encima de la trama en ocasiones y a veces cortejando la imaginación en clave erótica, con elementos propios del género detectivesco pop más occidentalizado, combinándolo con una puesta en escena viva en los encuadres propios de novelas gráficas clásicas.

Contradiciendo en parte lo antes dicho, pese a la preferencia por la estética por sobre el contenido, la película se mantiene firme en exponer lo frágiles y robustas que pueden llegar a ser las relaciones de cualquier carácter, pero lo sugestivo radica en el hecho del protagonista en no aferrarse a ninguna de ellas. Evidentemente no habrá una tendencia por mantener relaciones con quienes nos han desestimado o traicionado, el corazón por más trabajado que esté seguirá siendo frágil, sin embargo, pese a lo lógico y tal como lo hace el protagonista, es necesario replantearse mantener relaciones con gente perteneciente al extremo opuesto del espectro.

Existe gente valiosa de la cual nos podemos nutrir si es que así lo deseamos, ahí está la belleza del contacto sincero y la calidez entre seres individuales e infinitamente extraños, pero a veces y aunque no lo queramos, los sueños se marchitan o mueren, debido a que no se resguardaron de alientos intrusos y evaporados. Ante los tristes lamentos de aquellos logros jamás realizados, son esas voces intrusas las que nos musitan una tendencia a caminar por pasajes poco transitados en compañía de una exótica versión del ayer y, si alguna despedida ha de hacerse, espero nos veamos en un reencuentro improbable.

Escrito por: Vicente González, Equipo Cineclub Sala Sazié, sobre «El vagabundo de Tokio» (1966), de Seijun Suzuki.

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