Escrito por: Vicente González, Equipo Cineclub Sala Sazié
Plantear una jerarquía en elementos como la forma y fondo a nivel personal y social siempre es tema de debate en cualquier conversación sentimental de madrugada. Debido a la importancia que les damos a estos aspectos del ser, depende el cómo nos relacionamos en el diario vivir y lo difícil que es separarlos ya que, en un primer acercamiento, uno depende del otro, sin embargo, y con mayor detenimiento, sabemos que ambos aspectos conviven separados y por vías independientes. Si bien somos quienes moldean, delimitan y nutren estas características, no somos los dueños de las huellas que dejan, ya que dichos elementos existen con el único fin de impactar en un tercero. Somos esclavos de la fotografía personal implantada y registrada en las mentes de quienes nos rodean. Como consecuencia, un mayor número de fotogramas configura con exquisita precisión nuestra efímera silueta y, aunque no se puede definir al todo por las partes, cada una de esas imágenes no dejan de ser reales. Habiendo dicho eso ¿un imbécil seguirá siendo un imbécil, así como el amor de nuestras vidas amanecerá con nosotros nuevamente?
Tanin no kao (El rostro ajeno), de 1966, dirigida por Hiroshi Teshigahara y escrita por el autor de la novela homónima Kôbô Abe, toma como protagonista a Okuyama, un hombre resuelto quien ha perdido su rostro debido a un accidente y, debido al trauma, se esconde detrás de unas imponentes vendas, aislándose voluntariamente del mundo que lo rodea, sumido en un inconmensurable mar de odio, impotencia y desprecio. Ante esto, Okuyama recurrirá a un psiquiatra, quien le propondrá la idea de someterse a un procedimiento experimental que conlleva la creación de una nueva cara artificial hiperrealista. Con su nueva máscara, el reciente impostor se debatirá los límites de la identidad y la soledad, mientras el mundo a su alrededor perderá progresivamente la equivalencia.
En relación con los temas a tratar, resulta gratificante sentir cómo en su inicio la cinta interpela al espectador de manera directa, resumiendo la trama en clave ambigua y dejando aun la puerta a más interpretaciones sin llegar a desbordar de manera burda este juego. Dentro de la gama de misterio con que El rostro ajeno presenta su conflicto, se lleva a cabo una conversación complementaria entre aspectos, a priori, dispares. Una historia sencilla que tiende a complicarse a través de sus pilares, en la que el diálogo atrapante y la acción arriesgada mantienen una posición preponderante, respaldados con imágenes impresionantes, planos detalle que seccionan los cuerpos mientras acentúan las singularidades y una banda sonora bastante acotada, en donde los silencios se disfrutan gracias a la efectiva incomodidad que generan dos personas que conviven la misma habitación en la cual no quieren estar.
Un aspecto que llama la atención fugazmente es la manera sencilla y brillante de resolver problemas a la hora de realizar ficción cinematográfica con métodos extraídos y propios del ámbito documental, como puede ser un plano en la vía pública o en un bar, a través de una distancia focal amplia y variable, para posteriormente en los mismos espacios plantear con elementos idénticos, escenas completamente ficcionadas que llevan a dudar de la veracidad de las primeras.
La película oculta los detalles del accidente de su protagonista y solo se limita a dar unos pocos indicios. Okuyama no demuestra un dolor físico inicial, el accidente ocurrió hace un tiempo considerable, las vendas no son más que para ocultar su rostro y no procuran una regeneración dérmica. Con esto, resalta el conflicto interno y el constante desprecio en el que vive, mismo desprecio que extrapola a los que lo rodean y que solo llega a cambiar momentáneamente con la solución dada por el médico. La sumisión frente al nuevo yo entra en disputa precisamente porque se debate si éste realmente existe o si estamos constantemente usando alguna clase de máscara la cual permite expresarse de acuerdo a sus lógicas egoístas. En concreto, no se sabe si lo que somos se expresa continuamente a través de estas válvulas de escape o si simplemente nuestra conformación como individuos no es más que un conjunto de rostros impropios que decidimos usar y desechar a voluntad, diluyéndonos como singulares y conformándonos como herramientas a la orden del deseo y del placer de otros.