Escrito por: Luis Horta
Parafraseada, citada y referenciada innumerables veces, “La pasión de Juana de Arco” ha sido considerada una de las obras más importantes de Carl Theodor Dreyer. Y precisamente esa condición de “clásico” la ha supeditado a un lugar canónico en el que sus cualidades revolucionarias se ven muchas veces aminoradas. Vista a casi 90 años de su estreno, la película conserva una inquietante vigencia, tanto por su forma como en su discurso.
Dreyer toma como hilo narrativo un hecho verídico ocurrido en 1431, en el cual una joven campesina de 19 años fue sometida a juicio y luego condenada a la hoguera acusada de herejía. La muchacha había vivido una experiencia espiritual, en la cual el Arcángel Gabriel la instaba a expulsar a los ingleses del territorio francés, con lo cual se enrola en el ejército para ir al campo de batalla. Esta historia de fe es menospreciada por el tribunal inquisidor, ejerciendo sobre ella una forma de poder que interpela su convicción espiritual, aun cuando no pueden comprobar falsedad alguna en las declaraciones de Juana.
Dreyer enfatiza en la legitimidad de un discurso que es enfrentado en el espacio público, dividiendo el mundo entre “correctos” y “equivocados” con el único objetivo de establecer una verdad hegemónica. El cuestionamiento que propone Dreyer es también hacia una sociedad que subordina la corrección social a un simulacro de moralidad, aludiendo la hipocresía representada en la ley del jurado inquisidor, quienes interpelan la soberanía de un sujeto. La defensa de la autonomía de pensamiento, es enfrentada a la tiranía de la corrección política, para lo cual el cineasta despliega un tratamiento estético aparentemente realista gracias a una narración cronológica y lineal, que busca reconstruir el juicio únicamente valiéndose de planos detalle y primeros planos, aumentando la sensación de agobio y acoso. La interpretación de Juana, a cargo de la actriz suicida María Falconetti, expresa con delicadeza el dramatismo de la injusticia, entregando pequeños gestos y miradas en un rostro que adquiere una carga pictórica expresionista, rompiendo así con el aparente realismo del testimonio. Esta sensación de irrealidad también se encuentra en el trabajo escenográfico, a cargo del director de arte Hermann Warm, el mismo que realizara los decorados para el clásico “El gabinete del doctor Caligari”, y que en esta película sobrecarga los tonos blancos para establecer una espacialidad inquietante. El uso de planos cerrados aumenta esta atmósfera minimalista, retratando de manera eficaz el agobio subjetivo del personaje, en un recurso también muy utilizado por el expresionismo, apoyado en las angulaciones obtusas, los horizontes caídos y la escasez de perspectivas, todo ello a partir del sugerente tratamiento dado por el director de fotografía Rudolph Maté. Ambas capas, realismo y expresionismo, conviven en una alegoría poética sobre este mundo hostil.
Sus exploraciones sobre la intolerancia, la moral y la existencia humana desde una perspectiva de la trascendencia, se entroncan con los procesos históricos que experimenta Europa durante la primera mitad del siglo XX, penetrando en la condición psicológica de una comunidad derruida, atisbando un sistema ideológico fundado en el odio, capaz de proscribir por medio de la eliminación física, la existencia de un “otro”. En 1928, año en que se realiza este film, Dreyer ya era un reputado cineasta que incluso había sido contratado por los estudios alemanes UFA, con amplia fama en Francia y su natal Dinamarca. Sin embargo, en “La pasión de Juana de Arco”, opta por radicalizar su propuesta fílmica iniciando una etapa mucho más personal que comercial, y en que se destacarán también películas posteriores, como “Vampyr” (1932) y “Dies Irae” (1943), y que serán una fuerte influencia para cineastas modernos tales como Jean Luc Godard, Ingmar Bergman o François Truffaut, solo por nombrar a algunos.